Es difícil encontrar algo más parecido a una obra de Chejov que un bar de la Argentina: allí donde varias personas sentadas alrededor de sus mesas beben café o licor, bajo un silencio casi ritual o conversando a media voz. Al mismo tiempo, miles de historias inasibles, de tensiones indescifrables, surcan el espacio aparentemente lánguido de estos refugios donde la casa se reserva el derecho de admisión de la cotidianeidad, y donde el tiempo puede ser tan fugaz o eterno como el deseo.