Los relatos de Frucella tienen el realismo urgente y sin trampas de Chéjov, con un tinte fotográfico, entre amargo y tierno, más propio de Cheever o Katherine Mansfield, y, por qué no, de la época. Una prosa cuidada, escogida, donde los personajes hablan fácilmente por alguien que los ha creado con un enorme esfuerzo de selección y combinación de palabras. Es literatura rosarina, con una voz de referencia marcadamente urbana, activa y el tono coloquial y costumbrista fácilmente reconocible en nuestros maestros: Riestra, Fontanarrosa y Gorodischer.