La peste secó las aguas de los ríos, tiñó de rojo algunas aguadas, empobreció al país más que la pobreza donde habitaba y exacerbó sus peores defectos arrinconando sus virtudes a un solo mandato: sobrevivir.

En este tiempo decidí redescubrir el mundo desde mi jardín. Vivo en una localidad cercana a Asunción que lleva el nombre de un procer de la independencia ahorcado: Fernando de la Mora, y en un barrio que anteriormente se denominaba "Cocué guazú" o chacra grande.

El coronavirus nos obligó a mirarnos individual y colectivamente de forma más profunda. No por una epifanía, sino porque no había más tiempo que para eso debido al confinamiento que vivíamos.

No hubo tiempo de distracciones, solo momentos de miradas introspectivas y señalamientos de faltas, culpas y compromisos. Debilitó la esencia de los cínicos, expuso las visceras de la corrupción y permitió asumir que esa vieja normalidad no podía ser eterna.