No es La Fontaine un autor libidinoso que va rebuscando suciedades incitantes para satisfacción de libertinos; es un filosofo inconsciente que expone algunas torpezas humanas para hacernos reír como él se ha reído, de buena fe, sin ideas bajas, haciéndonos gustar la adorable armonía de su verificación. Pero inútil es defender lo que en suma, no tiene necesidad de defensa, y las generaciones sucesivas han colocado este libro entre las obras maestras de la literatura francesa.